Como el viento expande los virus, el agua los parásitos, las
moscas las bacterias, las personas los rumores… hay inquietudes del alma, que
una vez descubiertas, también se expanden, corrompiendo la humanidad entera.
Ella, con 30 años, y 8 relaciones mal logradas en los
últimos 10 años. Era una mujer tradicional. Había terminado la carrera de
contabilidad y letras y tenía su propia oficina contable. Anhelaba casarse pero
ninguna relación se consolidaba de manera tal que ese propósito pudiera
cumplirse. El problema le parecía tan superficial y banal, que se negaba a
creer que el amor dependiera de algo tan básico y animal como era el sexo. A
pesar de esto, siempre buscó la opinión profesional, se sometió a estudios e
hizo todo lo que le recomendaron. La conclusión final fue que su Frigidez tenía
un origen psicológico.
Pero su apatía no era solamente hacia el sexo, era en
general. Sus amigas siempre le instaban a que hiciera algo emocionante, danza,
paracaidismo, kung fu etc. Pero nada de
eso iba con ella.
-
Me siento frustrado – le había explicado Juan –
Hice todo lo que se suponía que tenía que hacer, Lo siento Di – concluyó y se
marchó. Diana no intentó detenerlo, pero se pasó la noche entera llorando un
nuevo fracaso amoroso.
Al día siguiente se levantó con un nuevo propósito. Haría
algo para impresionar a Juan, quizás así el reconsideraría volver con ella y
recomenzar una nueva y ésta vez emocionante relación llena de sorpresas. Pero
no tenía idea de qué podría impresionarlo. Mientras se bebía su té pensaba,
pero todo le parecía demasiado arriesgado. Cambiarse el color de pelo, ponerse
senos. ¿Vestuario sexy? Se sentiría estúpida, ni siquiera usaba tacones. ¿Porque
no podría simplemente seguir amándola por lo que la amo desde el principio?
¿Por qué ella tendría que cambiar, porque no cambiaba él? - Quizás porque yo
soy la interesada en que regrese – se respondió a sí misma, pero esa respuesta
no la convencía del todo.
Conduciendo camino al trabajo se encontró con un cierre de
calle. – ¿Y ahora qué? – era una manifestación de alguna cosa, de la cual a
ella no le interesó enterarse. Desvió la calle y buscó en donde aparcar –
Calles intransitables – se quejó y frenó bruscamente para no atropellar a un
chico que cruzó la calle sin mirar – ¡Idiota! – Le gruñó ella y el chico
tomándose la entrepierna con ambas manos en un gesto evidentemente obsceno le dijo – ¡Toma esto frígida! – ella quedó
paralizada y herida en su amor propio. ¿Qué? ¿Acaso se le notaba en la cara?
Comenzó a llorar. Los lentes se le cayeron entre las piernas y ella los observó
sin sacarlos de allí – No puedo creer que mi vida tenga que girar alrededor de
mi vagina – estacionó como pudo y decidió caminar por esa calle desconocida.
Le llamó la atención un gran cartel con la pintura de un
dragón. Era majestuoso. Decía “Tattoos” – Que interesante – pensó Diana - ¿Y
porque no? – Miró su reloj. No importa, por un día de llegar tarde no pasaría
nada.
Entró y vio como un chico oriental de pelo largo y lleno de
piercings y tatuajes, trabajaba cuidadosamente sobre la espalda de un cliente.
Era la calavera de Exploited. Diana no lo sabía, pero había visto el nombre
escrito debajo del dibujo.
-
En un momento la atiendo señora – le dijo el
chico oriental
-
Claro, gracias – ella sonrió y tomó un catálogo
de dibujos mientras se sentaba.
Hojeaba y todo era demasiado extravagante y de pronto tuvo
una idea genial. Se iba a tatuar el nombre de Juan. Nada sería más perfecto,
arriesgado y una prueba de amor y devoción absoluta. Sonreía de satisfacción.
Completamente decidida. Cuando le tocó su turno le explicó al artista lo que
quería, éste le mostró las opciones de letras y ella prácticamente se lo dejó a
su elección. – ¿En que parte del cuerpo lo quiere? – preguntó el chico. Ella
dudaba. Entonces se animó a confesarle que era una sorpresa para su novio. El chico la analizó de arriba abajo con
absoluto profesionalismo. Ella tenía un buen cuerpo, no impresionante, pero
agradable.
-
En la espalda baja sería muy sexy, pero eso
depende de usted – le sugirió
-
Perfecto, es solo para que lo vea él – sonrió
ella
Se bajó levemente el pantalón y se tumbó en la camilla de
trabajó boca para abajo. Estaba emocionada, aunque sentía un poco de miedo. El
chico le dijo – tranquila, voy a desinfectar el área – y así lo hizo. La
máquina de tatuar empezó a vibrar con su sonido característico. Brrrrrrrrr y
acercó la aguja a su piel, ella tembló – Ufff – suspiró – perdona- le dijo
-
No pasa nada – respondió él y empezó a clavar la
aguja en su piel.
Dolor inicial. Pequeñas
vibraciones en la piel. Una sensación nueva. El miedo se diluía. Era muy
estimulante. Su corazón latía a prisa. Los músculos de su pelvis se contraían.
Sentía una maravillosa corriente de energía que recorría su cuerpo, la besaba y
le hacía el amor como nunca antes nadie lo había hecho. Fue un momento de gloria y fue eterno. Cuando
él terminó ella se sentía relajada y feliz. El chico le dio recomendaciones de
cómo cuidar el tatuaje para que la piel irritada no se le infectara. Ella
asintió, agradeció, le pagó y se marchó.
No podía esperar a que llegara la noche para sorprender a
Juan en su casa. Tampoco podía dejar de pensar en aquel momento mágico mientras
la aguja castigaba, penetrando su piel como un amante perverso.
Compró lencería sexy, algo negro con encaje rojo. El encaje
de sus bragas hacia contacto con el tatuaje, al cual ella le había retirado la
venda protectora, sentía el ardor de la piel pero le fue indiferente – ¿De qué otra forma lo podría ver Juan? –
pensó.
Llegó el momento, se presentó en la puerta de Juan, quien se
sorprendió gratamente al verla tan arreglada y con una actitud diferente. –
Hola – dijo ella y levantó la mano para mostrarle una botella de vino tinto –
Hola - dijo él e hizo un ademan para que pasara.
Casi no hablaron durante las primeras dos copas de vino,
cuando ella se abalanzó sobre él y comenzó a besarlo. Él le respondió
apasionadamente. Quizás no hacía falta
el tatuaje, más que para que ella se sintiera una mujer nueva. Cuando la dejó
solamente vestida con la lencería, él la observó, suspiró y comenzó a sacarse
la ropa también. Ella giró y le enseño el tatuaje con su nombre. Juan no podía
con la emoción. Se arrodilló frente a ella y comenzó a besar sus piernas y su
espalda, con cuidado de no tocar la piel del tatuaje visiblemente irritada. Le
sacó las bragas y le hizo el amor. Ahí de pie cerca de la ventana. Ella estaba
feliz, pero no había ninguna sensación placentera y de vez en cuando gemía
levemente intentando simular su gozo. Juan iba bajando el ritmo. Obviamente
algo desencantado. Entonces ella acudió al recuerdo del momento placentero
cuando se sometía al tatuaje. Funcionó. Empezó a darle rienda suelta a su
fantasía y a disfrutarlo. Imaginaba muchas agujas clavando diferentes partes de
su cuerpo, como una acupuntura sexual. Pero a pesar de los esfuerzos de su
mente y el sinfín de sensaciones el orgasmo no llegó. Juan si lo había
conseguido y a continuación se sentó desnudo y se sirvió otra copa de vino.
-
Te amo – le dijo ella y se le partía el corazón
por no poder darle esa batalla ganada.
Él le tendió la mano y la atrajo hacia él – También te amo
nena – le dio un beso – Y es hermoso lo que hiciste por mí – y señaló con
orgullo el tatuaje. Ella se arrojó a sus brazos y lo abrazo con todo el amor
del mundo. Eso era lo que quería. Había resultado. Un pequeño cambió y el mundo
había desviado su curso.
No durmieron juntos, esa misma noche ella regresó a casa. A
pesar de la insistencia de él en que se quedara. No quería que condujera con
unas copas encima. Pero ella le convenció de que estaría todo bien. Hasta el
momento correr riesgos solo había sido satisfactorio.
A la mañana siguiente en lugar de su habitual té, se tomó un
brandy. Se miró al espejo – Soy una mujer nueva – se puso una falda en lugar de
sus pantalones usuales, grises, azules o negros. Se desprendió la camisa
descubriendo un provocativo escote. Y se revolvió el pelo. Nada mal. Condujo al
trabajo. De nuevo la manifestación. Desvió la calle y tuvo la extraña sensación
de que todo se repetía. – Entonces éste también es un día maravilloso- pensó
sonriendo para sí misma en el espejo retrovisor, pero le desencajó un poco su
escote vacío. Tanta piel descubierta y se detuvo entonces frente a l “Dragón”. Saludó al chico oriental quien
parecía algo sorprendido. – Quiero otro
tatuaje – le indicó mostrándole un área del escote.
No había clientes en ese momento por lo que el trabajo
empezó de inmediato. Quería un pequeño dragón. El dolor le produjo escalofríos
y al mismo tiempo un placer incomparable – Ya va a terminar – le indicó él
pensando que ella estaba sufriendo, cuando en realidad estaba conteniendo un
orgasmo.
-
Perfecto – dijo ella recobrando el aliento – Lo
quisiera del otro lado también por favor
-
¿Está segura? Tendría que esperar al menos 48
horas para que se recupere – le advirtió él, pero en realidad tenía ganas de
hacer otras cosas.
-
Le voy a pagar el doble, lo necesito… es decir,
voy a viajar en unos días y quisiera que mis tatuajes estén completos – mintió
-
No tiene que pagar el doble señora, lo haré,
pero por favor cuide su piel, no se exponga al sol si se va de vacaciones –
-
Quiero otro dragón – ella le indicó un dibujo
que colgaba de una de las paredes.
En realidad para ella el dibujo era lo que
menos le importaba, solo quería sentir la aguja perforando su piel y la
corriente eléctrica besándola una vez más.
Otro orgasmo llegó, más intenso. Se
sacudió. - Brrrrrrr – el joven oriental apagó la máquina – ¿Está bien señora?-
preguntó algo incrédulo
-
Si, solo fue… - el corazón le latía muy deprisa,
transpiraba y toda su entrepierna estaba mojada – fue doloroso – concluyó ella
sin tener idea de que pretexto inventar.
-
¿Seguimos otro día? –
-
No, por favor, termine –
Terminó el dibujo, limpió el
excedente de tinta y luego tapó la piel con una venda especial.
-
No se saque las vendas… -
-
Lo sé – interrumpió ella.
Ya era más de medio día, llevaba
muchas horas ahí. Pagó y se despidió. El chico le lanzó una mirada inquisidora
con sus pequeños ojos orientales. Pero
ella fijó su atención en el piercing que tenía en la ceja izquierda, era uno de
los tantos que tenía en la cara. – Y él quiere hablarme de límites – pensó
ella, pero no dijo nada más.
Ya en la tarde, de vuelta a casa,
no dejaba de rememorar esos momentos deliciosos. No pensaba en Juan. Recordaba
las vibraciones maravillosas que la hicieron temblar de placer. El dolor
exquisito y exacto de las agujas. Y a su mente volvieron los piercings que tenía
en la cara el chico oriental. - ¡Eso es! Eso es lo que necesito – se dijo a sí
misma y ya en su cama se durmió con ese propósito. Juan llamó pero ella no
contestó, ya estaba profundamente dormida.
Soñó con un ser oscuro y grotesco que martillaba clavos en
todo su cuerpo desnudo, luego lamía la sangre que brotaba groseramente por
todos lados. Y volvía a martillar. Ella aullaba, pero el placer era
extremo. Se despertó mojada y llena de
deseos. En alguna parte de su ser sentía repulsión pero había algo más fuerte
que ella. Se llevó una mano a la entrepierna e introdujo un dedo a su vagina y
comenzó a moverlo de manera violenta. Nunca antes se había masturbado. Tenía
las uñas largas y éstas le rasgaban la piel – Ohhh – gritó y lo hizo con más
violencia, siguiendo los movimientos desenfrenados con la pelvis. El clímax. Su mano ensangrentada. Las sábanas
blancas manchadas. Se horrorizó.
Decidió no ir a trabajar esa mañana. El teléfono sonó, era
Juan. Ella le dijo que se sentía enferma y que se quedaría en cama. Media hora
después él se presentó allí.
El ardor de las heridas en esa zona húmeda era insoportable.
No quería que Juan viera sus nuevos tatuajes por lo que permaneció en camiseta.
Así que todo resultaba incómodo.
Mientras tomaba el té él le dijo – Tengo algo que confesarte
– calló, tomó aire y ella por el contrario contuvo la respiración aguardando
una mala noticia – si la otra noche no ibas por mí, yo de todos modos hubiera
venido por ti, esa misma noche iba a llamarte – sonrió – por eso me pareció
increíble que te presentaras en mi casa. Fui un idiota, no hubiera podido estar
lejos de ti – ella en lugar de estar feliz se sintió desolada, como si sintiera
un presagio.
-
¿Estás bien cariño? – le preguntó él, ella
estaba ahogando su alma en la taza de té.
-
Estoy bien. Estoy feliz – mintió
-
Entonces ¿te sientes mejor?- le dijo él levantándose y tomándole de una
mano como si la invitara a bailar.
-
Sí... – y
respondió a su invitación
Pero él no quería bailar, quería
hacerle el amor. Y así lo hicieron. Y en medio del dolor y las heridas
desgarrándose aún más, ella por primera
vez llegó al clímax con un hombre.
Quizás todo esto pasó por alguna razón. No estaba tan mal.
Lo hicieron varias veces más hasta que el cansancio y el hambre los venció.
Esa misma tarde Juan regresó a casa. Él quien era agente de
seguros, tenía que asistir a una conferencia fuera de la ciudad por lo cual
estaría ausente por una semana.
Cuando Diana se despidió sintió un vacío arrollador y no
solo eso, le suplicó que no se fuera, que no la dejara sola – Vas a estar bien
mi amor, voy a llamarte a diario, te amo – le había dicho él y subió al auto.
Ella lo vio alejarse para siempre de su vida.
Esa tarde luego de dormir un par de horas salió a correr,
pero tenía un propósito claro en mente, a pesar de que una parte de ella le exigía
que se detuviese. Aquel ser oscuro con
quien había soñado en la mañana le había vaticinado el placer como una condena
mortal.
Pero era como una droga, una compulsión poderosa que la poseía y le
nublaba la voluntad.
Llegó a una tienda de “Piercing y Tatuajes”. Se hizo dos
tatuajes más, uno en el brazo y otro en
la pierna. Se puso un piercing en la
lengua, labio inferior, ceja derecha, en los pezones y el clítoris. Ella le ocultó al artista del tatuaje que se
había hecho otros tatuajes un día antes. Explicó que su novio había viajado y
que ella quería sorprenderlo con un cambio completo de apariencia. Las personas
en la tienda habituadas a los personajes extraños solo la observaron con cierto
cuidado pero luego la ignoraron. Nadie imaginaba que en su piel se estaba
gestando una revolución llena de morbo y horror.
Luego de su festín de dolor, regreso a casa, cerca de la
media noche.
Toda su piel ardía, la cabeza parecía estar a punto de
estallarle. Trato de comer pero no pudo, sentía nauseas. - Nauseas da ésta
nueva Diana – pensó en un momento de claridad, cuando su conciencia pareció
librarse de unas cadenas y le ofreció un recuento rápido de toda su lujuria con
el dolor y la autoflagelación. Se miró al espejo. No se reconocía. Era ella
quien miraba, pero no era su cuerpo ni su cara lo que veía. El mundo no había
cambiado su rumbo, había roto su eje y estaba a punto se estrellarse contra ella.
Se tomó la botella entera de brandi y se quedó dormida en la
alfombra.
Soñó con el demonio que con su enorme tridente ardiendo en
fuego atravesaba su cuerpo. Ella estaba desesperada y gritaba con horror, veía
como partes de su cuerpo se despedían por los aires. Estaba en un infierno tradicional,
con más personas como ella siendo torturadas, flageladas, despedazadas y
ultrajadas. Angustia. No sentía nada. No sentía dolor por lo tanto no había placer.
Había pasado el efecto de las sensaciones que la condujeran al infierno.
Se había terminado la fiesta. Ahora solo restaba la
oscuridad que de a poco se fue engullendo todo lo que alcanzaba a ver y allí
estaba también, de pie en medio del fuego, Juan, su amor, pero él ya no
significaba nada. Se veía muy triste y sacudía la cabeza hasta que también
desapareció.
Se despertó muy tarde y de pronto recordó que alguna vez
tendría que volver a trabajar. Se sentía terrible. No se había duchado, no
había comido y tampoco había atendido el sinfín de llamadas que le había hecho
Juan. Ella lo extrañaba, hubiera deseado que estuviese allí para librarla de
todo aquello. Para librarla de ella misma. Pero ni siquiera ese anhelo hizo que
ella le devolviera una llamada.
Lo siguiente pasó de
una manera vertiginosa ante sus ojos.
En el trabajo no podía concentrarse en nada, delegó tareas
al par de personas que trabajaban con ella y salió. Vacío y desolación,
sentimientos de culpa, ira, desamor y frustración. Diferentes emociones se
agolparon en su pecho. Pero ella había caído
en un remolino y la velocidad en la que iba descendiendo al fondo le hacía
sentir demasiado mareada y débil como para huir mientras pudiese.
Nuevos lugares, nuevos tatuajes, piercing en lugares impensados.
Desde aquella mañana no regresó nunca más al trabajo. Y tres días después de
haber agotado casi todas sus tarjetas de crédito, casi sin efectivo, no haber
comido casi nada y haberse bebido cuanta botella de vodka, ron y wiski caía en
sus manos, Diana estaba totalmente fuera de sí. Había tenido sexo con
desconocidos, en su casa, en el auto, en baños de bares, en una estación de
servicio y en callejones oscuros. Le habían robado su laptop, las pocas joyas que
tenía y un reproductor de DVDs. En una de esas noches de locura, un drogadicto
con quien había tenido sexo en plena calle, se había llevado su móvil. Al final
del tercer día le habían robado el auto. Ella no regresó a casa, durmió en la
calle.
Despertó como si nunca hubiera dormido. Apestaba, tenía
fiebre y se sentía demasiado débil como para levantarse. Se sentía miserable y
se percató de que nunca había pensado en las consecuencias, desde que montó
aquel tren del riesgo, nunca más se había bajado. Olvido el propósito principal
y recordó el propósito del dolor. Quizás éste era el fin. Convulsionó.
Entre tanto Juan angustiado por no tener ninguna noticia de
Diana en varios días, abandonó la conferencia y condujo de regreso a la ciudad.
En una dimensión paralela Diana despertaba en sus sabanas
limpias, disfrutaba unos instantes del nuevo amanecer y como cada día, tiempo
atrás, se dirigía a la ducha.
El agua caliente caía lentamente sobre su cuerpo desnudo.
Empezaba a lavar los tatuajes y estos empezaban a desprenderse junto con su
piel hasta que solo era un cuerpo desollado bajo la ducha, pero ella se seguía
lavando y fue tirando de partes de su carne, que se deshacían fácilmente, hasta
ser solo una masa de huesos con algunos trozos carmesí colgándole. Se miró al
espejo como de costumbre y dijo “Soy una mujer nueva “.
Se despertó nuevamente sobresaltada en la habitación de un
hospital. Había una enfermera que le aplicaba algo al suero y dos médicos conversando
entre sí. Cuando se percataron de que ella tenía los ojos abiertos uno de los
galenos se apresuró a saludarla y preguntarle como estaba, ella solo asintió, a
continuación comenzó a explicarle – Estamos aguardando el resultado de los
estudios. Ya la estamos medicando con potentes antibióticos para tratar de
revertir las infecciones, tenemos que evitar una septicemia- tragó salida- Ya hemos llamado a su prometido porque no hemos
podido contactar con otro familiar – y calló aguardando alguna pregunta.
Todos se veían desconcertados. No era para menos, estaban
frente a un monstruo con toda la piel infectada y quien sabe cuántas
enfermedades venéreas contraídas en esos días de desenfreno. Era obvio que
ellos habían recabado algunos datos sobre ella, solo por eso sabían de Juan.
Sintió vergüenza y dolor. Pronto supo que el médico que le había hablado era un
psiquiatra. Claro, ella no era una paciente equilibrada. La enfermera, quien
parecía comprenderlo todo, le sonreía con compasión.
El otro médico le dio una indicación a la enfermera y se
marchó, su colega le dedicó una mirada a Diana y fue tras él.
Sola con la enfermera, ésta procedió a extraerle una muestra
de sangre. Diana al sentir la aguja experimentó como el vigor volvía. Su corazón
se aceleraba. No se lo habían quitado. El dolor penetrante y placentero, lo
único que era importante ahora no la había abandonado. La enfermera notó su éxtasis
y sintió un profundo pesar. – Por favor… - rogó Diana con un hilo de voz – lo necesito
– la enfermera negó con la cabeza, deposito la sangre en un tuvo de ensayo y se
marchó llevándose la muestra.
Diana quien no tenía ánimo para una negativa procedió a
extraerse la aguja que la conectaba a la vía del suero y comenzó a clavarse,
las manos, brazos, rostro. Cuando la enfermera regresó se encontró con la
desagradable sorpresa. Manchas de sangre por doquier y la mujer contrayéndose de
placer. Llamó al médico, quien observó el terrible escenario y desapareció para
regresar rápidamente con otros médicos y dos enfermeros. La limpiaron, vendaron,
le cambiaron las sabanas, el camisón, le pusieron otro suero y la ataron a la
cama. Diana se resistía a todo pero le aplicaron un sedante y se fundió en sus
sueños.
Un par de horas después en un estado de semi conciencia
escuchó como el médico le explicaba a la enfermera, con unos papeles en la
mano, que la infección estaba retrocediendo, que cuando despertara el
psiquiatra hablaría con ella. La recomendación principal era no dejarla sola. Volvió a su sueño, donde Juan le colocaba un
anillo y besaba sus manos. Sus ojos estaban llenos de amor – Sálvame – le decía
ella mientras todo su cuerpo empezaba a marchitarse y se volvía tan delgado que
el anillo escapó de su dedo y finalmente Juan ya no pudo sostener su mano
porque se había hecho añicos.
La enfermera venía con la dosis del antibiótico “salvador”.
Sujetó la vía del suero y comenzó a inyectar el medicamento. Los ojos se Diana
brillaron al ver la aguja. La enfermera
retiro con cuidado la jeringa sin haber inyectado el contenido e interpuso un trozo de algodón entre la aguja y
la vía, inyectando el antibiótico en él. A continuación se dirigió al baño, arrojó el algodón
embebido en medicamento al retrete e hizo correr el agua.
La mujer en la cama
estaba tan confundida que apenas notó éste extraño procedimiento.
Un poco más tarde la fiebre volvió. En medio del delirio Diana comenzó a gritar
sin sentido. Le aplicaron otro sedante y se rindió. Cuando Juan había llegado
ella yacía absolutamente dormida. Previamente a ingresar a la habitación el
medico ya le había puesto al tanto del cuadro psiquiátrico de Diana y de su
delicada condición. Le habló de una leve mejoría y de un inesperado retroceso,
pero que aun así insistirían con otro antibiótico. Hasta el momento le habían detectado 3
diferentes infecciones. Y aún habría que aguardar el resultado del hemocultivo.
Juan se paró junto a la cama y lloró desconsoladamente. Sacó un anillo de su bolsillo
y se lo puso en el dedo anular a Diana. Ella lucía como un cadáver lleno de
escoriaciones, completamente castigado. Lloró aún más al recordar que solo unos
días atrás ella le enseñaba su primer tatuaje. Le besó la mano – Te amo – susurró y se
marchó.
Para la siguiente dosis de antibióticos la enfermera repitió
la operación anterior. Estaba cubriéndole el turno a una compañera por lo tanto
le tocarían veinticuatro horas más con Diana.
Pero no hizo falta tanto tiempo. Una hora después de que
Juan se marchó, Diana tuvo un paro cardio - respiratorio, su cuerpo sucumbió. Septicemia.
Su cuerpo se había envenenado con su propia sangre. La
infección había seguido avanzando.
La enfermera, en su absoluta compasión, sintió una
satisfacción abrasiva. Recordó como un par de horas antes en una de sus siestas
un ángel le guiaba para que liberase un alma atormentada. Había cumplido su
misión. Liberó a una pobre mujer de su repulsiva compulsión sexual. Ella, una
simple enfermera, era ahora una salvadora.
Mientras caminaba por el pasillo del hospital, con una
sonrisa en el rostro su paz se quebrantó. Se detuvo y observó, a través de la
puerta entre abierta de una de las habitaciones, a un hombre quien tras un
accidente automovilístico era probable que no volviera a caminar. El hombre se
quejaba y su esposa trataba de
contenerlo – ¡Así no quiero vivir! – gritaba a lo que la devota esposa
respondía – Cariño, el medico dijo que esto podría ser temporal, aún faltan
algunos estudios… - la enfermera no alcanzó a escuchar más. Solos sintió la
angustia apoderarse de ella una vez más.
De hecho, con Diana muerta, la infección no se había
detenido, continuó expandiéndose, corrompiendo otras almas.
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